Relativamente, un hombre –o una mujer- es, para ellos, del mismo tamaño
que para nosotros un berberecho.
Nos buscan, nos chupan, nos duermen y nos trasladan hasta sus centros.
Se está solo allí, pero no se está mal: TV por cable, un buen colchón,
computadora, internet.
La comida es tan excelente que uno se va volviendo grueso… imposible
negarse a las pastas italianas, a los asados cocidos desde el hueso, al caviar, a las trufas y a las centollas.
Uno engorda… pero hasta cierto punto. Llegados al peso ideal, y luego
del último aseo, se abre la trampa debajo de la ducha y se cae hacia el abismo.
Irremediablemente la rampa siempre termina en una gigantesca olla de
caldo hirviendo.
-A los monitos hay que engañarlos hasta el final– dicen ellos -para que
queden bien tiernos.
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