lunes, 16 de octubre de 2017

42 pastillas

Corría octubre del ’83, yo tenía catorce años y acababan de expulsarme del segundo año de la escuela técnica por mal comportamiento. La expulsión implicaba dos años con prohibición de clases, pero una semana ininterrumpida de llantos y ruegos por parte de mi vieja consiguieron en dirección un pase -con veinte amonestaciones- a una escuela comercial. Fue una catástrofe en el seno familiar de clase media. Mis padres convinieron que, dada mi deshonrosa situación, estudiaría de noche y trabajaría de día, de peón de albañil. Nada mejor para enderezar lo torcido que el rigor: cemento, arena, agua y disciplina. Mi viejo, que era constructor, sería mi patrón. En casa nadie me hablaba, o sólo unas palabras mi hermana, pero no delante de ellos. En la cena mi mirada oscilaba entre el  plato y la cuchara, la sopa y el queso rallado… intentaba pasar desapercibido, para no avergonzarlos. Era el Paria, Caín, Judas. La celeridad del salvamento familiar impuso que empezara a trabajar antes incluso de comenzar a cursar en la nueva escuela. El bautismo fue en Morón: una obra de tres pisos, dos internos y un garage.
Unos días más tarde colocábamos baldosones y cayeron dos de mis ex compañeros, vestidos de uniforme. Era de tarde, y parecían venir de otro mundo, de un mundo ya extinguido. Se quedaron un rato, espiaron mis cayos, se burlaron de mi ropa, me aseguraron que sin mí todo marchaba normalmente y finalmente se fueron. Mi viejo no los saludó. Esa noche después de cenar me sentí tan triste y abatido que decidí matarme.
Ya en mi cuarto busqué por los cajones todo el arsenal de pastillas que usaba para el asma. Pensé que si en cada crisis dos pastillas me derrumbaban con quince horas de sueño, una docena bastaría. Logré reunir cuarenta y dos. Me serví un gran vaso de agua y me las tomé todas.
Al rato el estómago empezó a hacerme ruidos: cruc, croc, cracks... “el ruido del final”, pensé no sin melancolía. Imaginé que la droga ganaba el torrente sanguíneo y lo inundaba irremediablemente. Al final me dormí bastante en paz, pensando en las futuras desgraciadas situaciones que mi muerte me –y les- evitaría.
Unas horas más tarde me despertó el inapelable grito de mi viejo:
-¡Diego, arriba!
Salté de la cama: el reloj aseguraba que eran las cinco cuarenta. Me asee, me vestí y salí para la cocina. Apenas sufría un leve mareo. En la mesa me esperaba un humeante mate cocido con leche y un frasco de miel. Pensé, desanimado: “no eran las pastillas adecuadas”. Luego: “no era el momento adecuado”. Me senté en la mesa y me tomé el mate cocido, me comí tres Imperiales y luego fui nuevamente al baño. A los diez minutos salimos para la obra de Morón: había que terminar de dar las pastinas antes de que llegara la inminente lluvia.

2 comentarios:

  1. Y?... bueno, pasaron algunos años y ahora tengo 48, que es más que las pastillas que tomé entonces.

    ResponderEliminar