Subí al 289 en Álzaga y Belgrano, en perfecto estado de gracia. Media
hora antes había estado rezando y cantando salmos, quemando mirra e incienso, y
mi mente y mi corazón vibraban en lo que Patti Smith llama “el tiempo real”: un
estado de absoluta dicha indiferente sin necesidades ni objetivos. El bondi avanzó
y pasó por Caseros, Tropezón, Villa Libertad, y veinte minutos más tarde llegó
a San Martín. Bajé y caminé por Belgrano, atravesé la plaza, crucé Mitre y
seguí pateando por la calle San Lorenzo rumbo al conservatorio. Una cuadra y
media antes de llegar me topé con dos policías de la federal, uno masculino, la
otra femenil. Ella me miró, vio mi estado de feliz indiferencia y, acto
seguido, me detuvo… -¡documentos!, chilló.
Abrí el bolsillito de la mochila y le alcancé el DNI. Lo miró, me miró,
y me preguntó:
-¿Dónde se dirige?
-Al conservatorio, mitad de la próxima cuadra.
-¿Va a dar clases?
-No, dije sonriendo, ¡ojalá!... aún soy alumno.
Me miró, bajó la vista al DNI, y dijo:
-Mil nueve sesenta y nueve… ¿qué edad tiene?
-Cuarenta y nueve.
-¿Y no está un poco grande para estudiar, Señor Alladio?
La miré. Sentí en alguna parte de mi cuerpo el golpe bajo, pero
soslayándolo le contesté:
-No oficial. Entiendo que nunca es tarde para estudiar y sonriéndole mi
mejor sonrisa agregué: -usted parece mucho más joven que yo: está a tiempo.
Me clavó una mirada de metal, salvaje y llena de odio. Creo que si hubiésemos
estado de madrugada en algún lugar del segundo cordón bonaerense, me hubiese
pegado un tiro.
-¡Abra la mochila!, me ordenó.
La abrí. Ella metió la mano y sacó las carpetas, las partituras, la cartuchera, una
bufanda, tres billetes de cien pesos, monedas, la tarjeta sube, un dibujo de mi
sobrina y el remedio puff para el asma. Abrió la cartuchera y revisó todo: las
lapiceras, el porta púas, el portaminas, los lápices, el liquid paper... hasta miró dentro del sacapuntas para ver si había algo. Luego desarmó el puff pedacito por pedacito y así, todo desarmado, lo tiró
adentro. Después se tomó más de quince minutos para fisgonear, como un perro sabueso, en cada uno de los pequeños bolsillitos del bolso. No encontró nada, por supuesto: jamás salgo a la calle con algo que
un poli pueda encontrar y utilizar para martirizarme la vida… uno aprende con los años.
Finalmente, dando vuelta la cara sin siquiera mirarme, me alcanzó el
documento y chilló:
-¡Circule!
Agarré el DNI y circulé. Caminé la cuadra y media que faltaba y unos metros antes del conservatorio entré en la
panadería vecina; me compré un sandwich de miga de jamón y queso, pan negro; me
lo comí, luego entré al edificio, fui al baño, me lavé las manos y, acto seguido, entré a mi clase de contrapunto: de tercera especie, cuatro contra uno.
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