domingo, 30 de abril de 2017

Mi amigo "Palanca"

Yo tenía una ferretería, la tuve durante veinte años. Era industrial, caños, electricidad, bulones, máquinas, pegamentos, insumos. Venía mucha gente del gremio, el cliente de la ferretería es principalmente macho, y ahí conocí a muchos de los trabajadores del barrio: mecánicos, choferes, tacheros, cocineros, albañiles, pintores, ingenieros, jardineros, ceramistas, plomeros. “Palanca”, que luego de unos pocos años dejó de ser mero cliente para ser también amigo, era plomero. Pero tenía problemas con la bebida… el tema es que solía aparecer un lunes a las diez de la mañana totalmente en curda. Y así cualquier día. Palanca a veces iba a trabajar a una casa, pedía plata para los repuestos de la mochila del baño, salía a comprarlos y no aparecía más: el dinero era destinado a sus necesidades etílicas. Obviamente con el tiempo la gente dejó de llamarlo, y bueno, no trabajaba. O trabajaba a veces, cuando se lo veía trabajar.
Una vez, un 25 de Diciembre, me tocó el timbre, salí y, arrastrando las eses en un vaho de alcohol, me dijo:
-Pendejo, vendéme una llave de paso esclusa de bronce con rosca tres cuarto.
-Pero Palanca, protesté, -¡hoy es Navidad!
-Y a mí qué carajo me importa el negocio de los curas, pendejo, yo también estoy laburando.
Otra vez caminaba una tarde de primero de Mayo por Rosas y Mitre y me chistó desde un techo: estaba metido dentro de un tanque de agua, destapando vaya a saber qué.
-¡Hoy es el día del trabajo, Palanca!, le grité, -¿qué hacés ahí?
-Yo trabajo, pendejo, no miro el calendario.
Pero el tipo no sólo era beodo y vago, también era un excelente amigo, de esos que, de tanto andar sin lastres, te pueden brindar todo su tiempo y su corazón, que era de oro.
Estuvo como un mojón cuando murió mi primer esposa, día a día pasaba por el negocio y se quedaba un rato; a veces pasaba a la mañana y a la tarde (también, como un mojón, pasaba mi otro amigo del barrio, Nosferatu, pero esa historia aún es). Me rescataba cuando amenazaba con colgar la música, me decía cosas como: “no dejes la viola, pendejo, la música te va a salvar”, y con “salvar” no hablaba de plata, sino de algo más profundo.
Compartíamos el gusto por las antiguas pizzerías. Fuimos muchas veces a Ottonelli, a El Fortín, al Imperio y Santa María, a las Cuartetas. Lo invitaba yo, por supuesto, pero esas noches eran la gloria… el tipo era un libro abierto, había estado en el ERP y se había rajado, sabía mucho de música, especialmente de tango -amaba a Corsini, y antes de irse me regaló una foto del músico, enmarcada-; Palanca había sido colectivero de la 53 más de treinta años, hasta que lo rajaron por beodo; era un excelente jardinero –aún veo, con triste melancolía, florecer sus begonias en el zaguán de su casa-, y era también esposo, padre y abuelo.
Pasaron muchas cosas en esos años, pero Palanca siempre estaba ahí: en una pelea, en una discusión callejera –cuando pasó, borracho, por la vereda destrozada del tipo que había matado de un balazo a un pibito que le quiso chorear el estéreo del auto, y le dijo: “¡che, a ver si arreglás la vereda, que no se puede pasar!”, y el tipo, que era un facho de manual, le contestó: “calláte, estás borracho”
Y Palanca retrucó: “sí, estoy borracho… que ¿a mí también me vas a pegar un tiro?”, y yo estaba con él, y el asesino era un cliente mío del negocio, pero no pude reprimir la feliz –y admirada- carcajada…
El asunto es que Palanca un día se enfermó. Y al final, se murió, como se muere todo el mundo. El recuerdo más triste que de él tengo es la última vez que lo vi parado en la calle, que era su lugar: paradito en la esquina del bar del gordo, con un frío descomunal, bajo la garúa, la camperita azul, ya muy flaco por “la papa”, decididamente triste porque sabía que se iba, aunque de eso no se hablaba. También lo visité más tarde en su casa, en su recta final, pero ahí ya el tipo casi era otro, como un remedo fantasma de él mismo.
En fin, mañana es el día del trabajo, y yo, en el día del trabajo, quiero recordar a Jorge Diez, “Palanca”, un tipo de 10, mi amigo borrachín que tanto tanto extraño, a veces hasta lagrimear.

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