El jefe de la banda era un demonio. Desaparecía, aparecía y cambiaba de
aspecto a voluntad... la voz, la piel, el tamaño, el color de ojos. Johnny –ese
era su estúpido nombre- tenía dos lugartenientes humanos, y una joven mujer,
tan hermosa como de pocas luces, era la primera de una multitud de seguidores.
La secta jugaba al terror, pero no sólo con los “limpios”… saqueaban una
ciudad, buscaban un sitio en las afueras, una fábrica abandonada o una antigua
iglesia, y juntos convivían. Allí Johnny se regodeaba aterrorizándolos:
desaparecía durante horas para aparecer de repente, los ojos rojos encendidos,
la cara deformada en muecas de horror, el cuerpo hediendo como mil cadáveres.
Lograba que sus espantados fieles, del susto, soltaran los esfínteres. Otras
veces también los atacaba: luego de lacerarlos hasta el martirio los convertía
en demonios como él, pero no les permitía el histrionismo.
Increíblemente la chica nunca se asustaba, por el contrario, reía. La
joven festejaba cada aparición fantasmal de Johnny, cuanto más horrenda, más
fuerte sus carcajadas.
Un día Johnny atacó a Munny, su primer lugarteniente. Éste, convertido
en súcubo y extasiado por el placer de serlo, atacó sexualmente a la chica. Se
acercó a ella como un rayo y le amasó descaradamente las tetas. Luego le metió
la hinchada lengua rosada en la boca y empujó hasta el fondo; después le dijo:
-¡Que placer manosearte siendo un diablo, putita... ¡Ahhh!... uno
de estos días voy a venir con dos o tres más y te vamos a agarrar entre
todos-
Pero a la chica no le gustó lo que Munny le decía, y menos le gustó el repugnante
sabor amargo que le había dejado en la boca. Sin mostrar una pizca del asco y el terror
que la asaltaba, le contestó:
-No, Munny, por favor, vení cuando quieras, pero vení solo, vení solo
vos, Munny...-
Así pasaron los meses. En el mundo ya no había ley y cada cual hacía lo
que le venía en gana. La secta, rodando de pueblo en pueblo, mataba y
violaba, saqueaba y destruía.
Los excesos de Johnny ya habían convertido a la mitad de sus seguidores
en demonios, y un día, totalmente descontrolado, atacó a su segundo lugarteniente.
Convertido éste en trasgo, decidieron ir los tres por la muchacha. Se
aparecieron por su habitáculo cargando un gran paquete dorado. Johnny entró
primero, y alcanzándole el paquete, dijo:
-Hola, mujer, te trajimos un regalo: probátelos ahora mismo-
La chica, temblando, abrió el paquete bajo la atenta mirada de los tres monstruos: dentro de una caja brillaron un
par de stilettos rosados, charolados, altos como rascacielos. Se los calzó, entonces los tres
demonios atacaron: la sometieron de mil modos, la maniataron y enmudecieron, la humillaron sin tregua hasta romper sus contenciones, y entonces la obligaron a tomar lo derramado. Los tres
malignos cambiaban de apariencia mientras lo hacían, de un horror a otro,
mutaban y chillaban con fortísimas voces de ultratumba sobre el apagado y lastimoso llanto de la mujer.
El mismo Johnny, que por sobre todo se deleitaba en su propia
perversidad, empujaba y repetía hasta el cansancio: “¿no te reís ahora, puta?"
No la mataron, tampoco la convirtieron en demonio. Un mes más tarde la joven comprobó su estado de embarazo, y los tres diablos se la llevaron
a vivir a su cueva.
Ocho meses más tarde, parió: los tres bautizaron al crío con
sangre, y lo llamaron “Anticristo”, no porque lo fuera, sino por el regocijo que este nombre les provocaba. Acto seguido, lo alimentaron con su primer comida: carne humana.
A la madre, al otro día de parir, la echaron de la cueva a patadas.
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