jueves, 26 de mayo de 2016

Aprender la patria

Yo no recuerdo cuando empecé a aprender en la escuela los rudimentos de la Patria. Un libro, una flor, una bandera, un himno, un escudo, un panteón.
Estaba de presidente Videla, eso recuerdo, y también que las maestras dibujaban esvásticas de tiza en el pizarrón de la dirección. Entrabas en la dirección y encontrabas tres cosas: el escritorio, el pizarrón y el libro de disciplina, donde firmábamos los díscolos. Cada vez que firmabas llamaban a tus padres, y a la séptima firma te ponían de patas a la calle. Y eso bajo la mirada enmarcada en dorado de algún mártir del panteón.
Cuando llegaba una fecha patria disfrazaban a las pibas de mozas o de vendedoras de empanadas, y a los pibes nos disfrazaban de granaderos con trajes de cartón azul y botones pintados de dorado, nos ponían un gorro también de cartón azul y nos hacían representar algo parecido a lo que pasó entonces.
Y cantábamos: el himno, Aurora, La marcha de San Lorenzo, o alguna chacarera, o Gloria y Loor al Gran Sarmiento. Desde primer grado hasta terminar séptimo debo haber cantado cada una de esas canciones no menos de cien veces.
Para aprender la patria tenías que recordar los nombres de las batallas, las cantidades de soldados, ubicar todo en el mapa, saber las particularidades del escenario, las vestimentas que se usaban, las palabras que se dijeron antes del último suspiro, el día y el año de cada suceso, las edades de los protagonistas y sus filiaciones, legítimas o no.
Pero uno se olvidaba, a veces, o se confundía. O simplemente se aburría de todo el asunto. Y sufría una mala nota, o varias. Uno podía, con nueve años, sacarse unos cuantos ceros seguidos y transformarse rápidamente en un paria. Y si la maestra se enojaba por algo, hasta se podía terminar encerrado toda la clase en el baño, oliendo urinarios, esperando a que suene el timbre del recreo.
Llegaban a echar niños de la escuela. Los expulsaban por algo grave, o por las siete firmas acumuladas o por alguna razón... algo habían hecho.
Y a veces pasaba que los pibes salían a la vereda, desolados por la expulsión, y afuera esperaba el padre, palo en mano, a tener el hijo al alcance.

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