Llovía. El viento arrancaba el humo de las chimeneas y azotaba las
ramas de los pinos. La niebla ocultaba el mar a lo lejos y envolvía al pueblo
en un velo fantasmal, denso y azulado. Los perros y la gente habían escapado de
esa mortaja de chubasco y las calles estaban desiertas.
-Me niego a quedarme acá encerrada- dijo Claudia
-¿No mirás por la ventana?- contestó, asombrada, Paola –aún no es
mediodía y está tan oscuro que parece el ocaso… ¿de verdad querés salir con
este día?
-Sí, quiero salir. Y quiero salir especialmente con este día.
-Bueno, es un día de mierda… nos vamos a cagar de frío y nos vamos a
empapar… ¿eso querés?
-¿Porque no?, siempre elegimos lo conocido, caminar con sol, nadar en
el mar cuando hace calor, dormir de noche y viajar en vacaciones… así todo
resulta siempre lo mismo: predecible y aburrido.
-No creí que te aburrías- agregó Paola, y luego: -¿está mal dormir de
noche o viajar en vacaciones? Supongo que el trabajo termina condicionando toda
la cuestión.
-Tenés razón, Pao, si el trabajo es una maldición bíblica…
Se quedaron en silencio, mateando, viendo el humo blanco de las
chimeneas de enfrente bailotear alocado detrás del vidrio. Estaban en Ancud,
Chiloé, y el clima en la isla cambiaba a diario como un calidoscopio
impredecible.
-No podemos hacer nada con respecto al trabajo, Pao, pero podemos salir
a caminar con este “día de mierda”… ¿alguna vez caminaste algunas horas bajo la
lluvia?
-No, nunca. Si llueve intento no mojarme, esa es la verdad.
-Bueno, entonces hoy propongo que cambiemos: abriguémonos bien y
salgamos a caminar.
-Jaja, estás loca ¿lo sabías?
-Mejor, y creo que la pasás bien con esta loca…
Las chicas se abrigaron y salieron. Bajaron por Pudeto hasta el centro
del pueblo, pasaron por el supermercado y compraron todo para la cena. Después
subieron por Pedro Montt y por San Antonio hasta encontrar la calle Antonio
Burr, y desde ahí dieron la vuelta a toda la ciudad. Caminaron bajo el
chubasco, sintiendo el agua chorrear sobre la tela plástica del piloto, con el
olor salado del mar y de la leña ardiendo todo alrededor. Los únicos bichos que
las acompañaban eran las chillonas gaviotas. Luego de dos horas de caminata
llegaron al mirador del cerro Huaihuen, y ahí se sentaron a contemplar la
inmensidad del mundo.
-No se ve nada- dijo Paola.
-Yo veo de todo- contestó Claudia.
-¿Qué carajo ves?
-El mundo, el planeta, la niebla, las nubes, el verde saturado de la
hierba, los techitos de las casas, veo las islas como manchas negras, el viento
entre las ramas, los barrios bajos, el agua allá en la costa y el agua también
acá, cayendo desde el cielo. Y te veo a vos, sentada a mi lado.
-¿Y que ves cuando me ves?
-Lo mismo que veo en el espejo: condicionamiento.
-¿Y caminar bajo la lluvia cambia eso?
-¡Yo que sé!... puede que sí, puede que no.
-Tal vez un poquito.
-Por un rato.
-Condicionamiento-, susurró Paola, la mirada perdida en el difuso
horizonte del Pacífico.
-Sí, y tu condicionamiento es amable.
-¡Y el tuyo está totalmente loco!
Después de reír retomaron la marcha, llegaron a la cima del cerro y
dieron la vuelta por las antenas con un ventarrón de mil demonios soplando
alrededor. Y bajaron: del otro lado apenas se dibujaba el puente que unía las
caprichosas sinuosidades de la costa chilota.
Llegaron al asfalto y treparon nuevamente hasta la calle Pudeto, esta
vez por detrás. La vuelta a la ciudad les había tomado poco más de tres horas.
Llegaron. Entraron en la cabaña y el abrigo de las paredes las envolvió
como una cuna. Se quitaron las ropas empapadas y el calzado embarrado. Luego se
metieron en el baño y se dieron una abundante ducha caliente.
Claudia preparó otra tanda de mates. Cuando su amiga salía del baño le
preguntó:
-¿Y?, ¿Cómo te sentís ahora?
Paola se la quedó mirando, sondeando en su interior con los ojos muy abiertos. Luego respondió:
-Feliz. Me siento feliz… y libre.
Claudia sonrió, le alcanzó un mate amargo y la otra chupó. Luego Paola
agregó:
-Son las cuatro y cuarto de la tarde… ¿podríamos dormir un rato, no?
Rieron. Luego se sentaron en silencio a tomar mates y a contemplar,
detrás del ventanal, la maravillosa parsimonia con que la lluvia bañaba ese íntimo
pedacito del mundo.
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