jueves, 1 de marzo de 2018

Un viaje en el 289

7 de la mañana. Salgo de casa rumbo al Conservatorio de San Martín. Camino por Mitre, doblo en Álzaga y cuando llego a La Merced veo que se acerca un 289 desde Ramos Mejía. Corro los 200 metros que me separan de la parada y lo agarro justo a tiempo. Subo al bondi sin aliento, pago el boleto y me voy para el fondo. Gente, mucha gente, rumbo a la fábrica, a la oficina, al comercio, rumbo a la supervivencia, obreros, operarios, empleadas domésticas, oficinistas, alguna que otra secretaria, un par de abuelas con nietos de la mano. Primero de marzo: el sol brilla en las ventanillas y los celulares brillan en las caras. Sube la temperatura, las nubes de lluvia de la noche anterior se disipan y ya azota sin piedad el rigor de la estrella. El bondi busca una ruta hacia su destino, pero entre palas mecánicas y aplanadoras de asfalto no la encuentra. Cruza las vías del San Martín en Hornos y queda fatalmente atrapado en un embudo. Suenan bocinas, la gente suspira, motos por la vereda, piernas y bicicletas, alguien que putea por lo bajo. Un par de autos más atrás resuena un grito: “¡Corré ese auto de mierda, carajo!”, y otro que contesta: “¡chupáme la pija!”. Los machos del bondi se acercan a las ventanillas, quieren trompadas, animal planet a la mañana, en directo y sin garpar un mango... pero no hay trompadas. Decepción general. El colectivo zafa del agujero negro y avanza unas cuadras, dobla en Sabatini y para en Avenida San Martín: suben más de quince personas, todas, irremediablemente, con sus caras de culo metidas en el celular. Un tipo de unos 30 años, morocho y grandote, lo lleva en la mano a todo volumen. Suena “Despacito”, versión extended remix. El volumen es ensordecedor. El tipo saca boleto y le pregunta al chofer:
-¿Durante cuánto tiempo van a cumplir con éste recorrido?
-Hoy seguro.
-¿Y mañana?
-Mañana no sé, si todos los días cortan nuevas calles.

El tipo se da vuelta y masculla un “andáte a la mierda”, mientras el celular chilla. Sube más gente. Dos muchachos sacan sus teléfonos y ponen más música, los redondos uno, el otro una especie de Sandro degradado. Se suma un cuarto aparato con un tipo chillando chistes a todo db. Dos pibes miran y se ríen, miran y se ríen, parecen Beavis & Butthead. Observo a los habitantes del bondi: los que no están durmiendo están perdidos dentro de su cerebro, y los que no, con la mirada extraviada en la pantalla. Pienso "lo que no pudieron con el paco lo pudieron con el celu", y después “les podrían cobrar diez veces más el valor de los impuestos y lo pagarían sin chistar”. Alguien en el fondo contesta una llamada, a los gritos: “¡HOLA! ¡HOLA! ¡HOOOLAA!, ¡HOOLAAAAAA!”, pero no hay señal, no hay ni un puto G en el conurbano. Argentina, un país con buena gente. Yo trato de no perder la calma, de no perder las esperanzas, de no caer en las ganas de bajarme del bondi y pegarme un tiro. Entonces me asalta un olor asqueroso, olor a pedo. Miro a mi alrededor, pero a nadie parece importarle. Aguanto la respiración medio minuto y pruebo: sigue el barandón. Aguanto otro medio minuto y pruebo nuevamente: sigue, es un pedo indeleble. Aguanto la respiración, aguanto el calor, aguanto el ruido, la música, la gente, el tufo, las bocinas, los escapes libres, las risas sin sentido, la esclavización por tres monedas de mierda. “Con la democracia se puede”, me dice mi perverso cerebro con un thanatos enorme. Finalmente el bondi cruza Balbín, me paro, voy a la puerta, toco el timbre y me bajo. Camino hasta la esquina de Belgrano y Pellegrini y me cruzo con un cana: lleva el celular en una mano, a todo volumen: suena “Despacito”.
Cruzo la plaza y desaparezco entre la multitud.

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