Soñé con Lovecraft.
En realidad nunca lo vi, sólo chillaba como una chotacabra desesperada en un pantano malsano de Dunwich.
Igual me lo pude imaginar, flaco y cerúleo, aburrido y genial... casi autista.
Estaba atrapado en las profundidades del Arrecife del Diablo, y aunque le fue concedido, para su tormento, respirar, creía ahogarse debajo de la titánica piedra verde -la que sepultaba al gran Cthulhu- que era la misma piedra que ocultaba la entrada ciclópea y de geometría errónea que sufrió en sus ojos Johansen y su malograda tripulación .
Al pobre Howard le estaban creciendo branquias, sus ojos se estaban volviendo redondos como la luna, y sin párpados.
Su boca -lo que quedaba de ella- era una incisión, una línea recta horriblemente tajeada de oreja a oreja.
Tembloroso, casi convulsivo, me mostraba un DNI que decía: Howard Phillips Marsh... yo lo leía, y entonces él chillaba.
-Por favor, Señor -chillaba-... ¡Ayúdeme!
Yo quise ayudarlo, de verdad... pero cuando estaba por hacerlo recordé al doctor Charriere, a Peabody, al inspector Legrasse, a Abdul Alhazred y la tremenda decepción que sufrí -como con papá noel y los reyes magos- al enterarme, buscando en innumerables bibliotecas, su Necronomicón de fantasía; y luego recordé los horrores de Ammi Pierce y de su malogrado amigo -por el color- Nahum Gardner.
Y recordé al mutilado Lake, en las nieves de la Antártida.
Y a Henry Akeley, susurrando en las tinieblas.
Fue entonces cuando dudé en salvar a Howard... lo pensé, una y otra vez, mientras sus chillidos de ultratumba fastidiaban mis oídos....
Luego comprendí que la vida y la muerte son un premio, y que aquellos que juegan con ellas tal vez no las merezcan del todo, o por lo menos no inmediatamente.
Entonces lo dejé ahí abajo, sufriendo.
Ahora yo estoy muerto, y estoy, hace mucho tiempo, esperando mi sentencia... y no se nada de su suerte.
Quisiera saber, pero acá, donde estoy, nadie lo conoce.
Y tampoco a mi.
Solo espero.
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