Limpiando los rincones de la casa me
encontré con la araña. Cuatro patas, lentes, piecitos tacones de danzarina
clásica, carita de mosca muerta, piel blanca.
Al verme se quedó muda, detenida, la
mirada fija en mi entrepierna. Luego abrió la boquita y lentamente sacó la
lengua, roja y babeante. Y luego habló: -leche, me dijo.
Saqué el pedazo y se lo metí en la
boca, que comenzó a succionar como sólo puede succionar una araña. Acabé en dos
minutos dentro de su garganta. Ella se tragó todo, hasta la última gotita.
Luego se retiró a la esquina, y mientras se enroscaba en su telita me miró y me
dijo: -mañana, leche.
El tiempo pasó. La araña me ordeñaba
a diario. Esporádicamente la he perdido de vista en el rincón para luego
encontrarla colgante del techo, tubos de goma y látex enfundando su cuerpo, su
carita de mosca muerta recubierta con una máscara de tortura.
Una mañana desperté al amanecer,
inmovilizado. Mi cuerpo maniatado por cuerdas y más cuerdas de quitina
arácnida. La araña trepó a la cama, esta vez desnuda... unas tetas enormes, una
bellísima piel de seda… y una gran verga empalmada en su entrepierna.
Me separó las piernas, me descubrió
el agujero y me dijo:
-leche!
Entonces me penetró el culo como
sólo una araña puede hacerlo... furiosamente, bestialmente, un mete-saca veloz
y salvaje in crescendo hasta eyacular en un estallido todo su semen
arácnido en los límites profundos de mi flora intestinal.
Desde ese día mi culo la ordeña a
diario.
La casa ya es su nido, y yo, su
hembra.
Su pija me gusta, pero
extraño una ducha y, a veces,
unos mates amargos.
Ya ni el teléfono suena...
Ya ni el teléfono suena...
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