miércoles, 6 de noviembre de 2013

Fast food

Aún no se sabe el porqué, pero lo hizo.
Ese mediodía subió al micro, manejó hasta la Agip y llenó de gas las tres chanchas de cien. Después fue hasta la YPF, llenó a tope el tanque con nafta super más los ocho bidones de veinte, y desde ahí se fue derechito para el Obelisco.
Llegó a las tres de la tarde.
En la caja llevaba las seis dinamitas que había comprado en Potosí.
Había mucho tránsito por Avenida Corrientes, pero tuvo suerte: aceleró a fondo desde Talcahuano, agarró el semáforo de Libertad en verde y el de la 9 de Julio en amarillo... por el obelisco pasó escupiendo humo negro por el escape, y como un alud naranja clavó las ocho toneladas de inercia criminal contra el McDonalds de la esquina de Carlos Pellegrini.
Entonces fue la explosión.
El edificio derrumbó sus cuatro pisos sin demoras, mucho más rápido de lo que entonces tardaban en armar un Big Mac.
Murieron trescientas cuarenta y tres personas. Otro tanto quedó tullida.
En la casa del tipo no encontraron nada raro, aunque entre la generosa biblioteca había una desmesurada cantidad de Biblias.
Era soltero. Cuarenta años.
Para la mayoría fue un demente.
Con el tiempo algunos lo transformaron en ícono.
Hoy la izquierda lo adora... casi como al Che,
pero no tanto.

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