“No sé porqué mis padres eligieron vacacionar en Chiloé, entonces se
sabían estas cosas. Se hablaba de “La Mayoría”, incluso en ciudades grandes
como Santiago, donde vivíamos. Mi padre era profesor de historia, de ideología
de izquierdas, y mi madre era ama de casa. No sé qué pensaba ella de cuestiones
políticas porque de eso nunca hablaba. Yo creo que a mi madre no le daba el
tiempo, ni las ganas de pensar luego de hacer las compras y cocinar para todos,
lavar la ropa, limpiar la casa y amamantar a mi hermana, que entonces todavía
no había cumplido los nueve meses.
De Santiago bajamos a Puerto Montt, y desde ahí hasta Pargua, en donde
cruzamos a la isla con la lancha y el auto. Ya en Chiloé mi padre condujo de
Chacao a Ancud, y ahí alquiló una cabaña grande, con una habitación para mí y
para mi hermana, y otra para ellos, con cama matrimonial. Recuerdo que llegamos
un viernes al mediodía, viernes 13 de enero de 1980. Y ese día disfrutamos
mucho los cuatro… salimos a caminar por el pequeño pueblo, compramos mercadería
en la proveeduría, conseguimos medio costillar de cordero en el mercado y dos
pencas de merluza en la playa, recién pescada y despinada.
Cenamos y mamá, luego de lavar los platos, nos leyó un cuento. Mi
hermana todo el tiempo se reía, era un bebé muy feliz. Creo que nos dormimos
cerca de medianoche, y esa fue la última vez que vi a mi hermana reír, porque
al otro día a la mañana la cuna estaba vacía: mi hermana, simplemente, había
desaparecido.
Fuimos a la policía y con ellos regresamos a casa. Ninguna ventana
aparecía violentada, tampoco la puerta. Mi madre, desesperada, no los dejó ir
hasta obligarlos a que corrieran todos los muebles de su sitio. Ella pensaba
que la casa guardaba una especie de trampa, pero ¿cómo podría haber accedido mi
hermana, que era un bebé?... y eso sin ningún ruido y en medio de la oscuridad
de la noche?
Al otro día llegaron dos investigadores, e interrogaron a mis padres.
Les preguntaron si alguien los había seguido desde Santiago; si alguien los
había interceptado en Puerto Montt; si en el transbordador habíamos bajado del
auto; si vimos algo sospechoso en el mercado, o en la calle, o en el barrio
circundante a la casa.
Pero todas las respuestas fueron negativas. Los policías llenaron unas
planillas y luego, como dudando, le preguntaron a mi madre si mi hermana estaba
bautizada. Creo que fue entonces cuando empezó la verdadera pesadilla. Entró en nuestra acomodada vida burguesa esta otra realidad, la de los
brujos chilotes, con su “Casa Grande” y su “Arte”, que no es otra cosa que
verdadera magia.
Yo he visto, con el paso de los años, el derrumbe de la convicción ateo
marxista de mi padre. Y también el derrumbe de mi madre, el derrumbe de su
pobre corazón.
Lo cierto es que un brujo había raptado a mi hermana. No me pregunten
cómo, pero un brujo chilote puede adoptar distintas formas animales para
recorrer grandes distancias. O volverse invisible, y así atravesar cualquier
cosa. Un brujo puede habitar un juguete, un dispositivo electrónico, un
instrumento musical, un cuadro. Un brujo puede atravesar paredes, techos,
puertas y ventanas con la misma facilidad con que respira.
El investigador ordenó buscar a mi hermana por los saltos y lagunas del
impenetrable Chiloé: los brujos le “lavarían” el bautismo sumergiéndola durante
cuarenta noches en las heladas aguas cercanas a una cascada. La alimentarían
con leche de gata negra; o con sangre de murciélago. Diariamente le untarían el
cuerpo con heces humanas. Luego de estos cuarenta días de “lavaje”, aseguró el
investigador, sería casi imposible encontrarla, porque la mudarían a “Invunche”:
el atroz guardián de la cueva del brujo captor.
Un Invunche, señor, es un ser humano mutilado, hipertrofiado: los
brujos le cortan la lengua por el justo medio hasta su nacimiento en la
garganta, de modo que la criatura ya nunca más puede hablar, sólo chillar con
su lengua bífida como un espanto. El Invunche es alimentado con carne humana,
que el brujo consigue de la muerte de sus enemigos. Luego le quiebran la pierna
derecha, la cual giran y montan sobre la espalda... es así que los deditos del
pié asoman por detrás de la cabeza como una corona de patética realeza. A medida
que la criatura crece es brutalmente maltratada: le propinan fuertes palizas,
la queman con cigarros, la bañan con agua helada. La vuelven insensible,
malvada, atroz.
La tradición de los brujos de Chiloé asegura que recién entonces la
criatura es un Invunche por derecho propio. Así adquiere poderes
sobrenaturales: si un “limpio” lo ve automáticamente pierde la voluntad, se
transforma en un muerto vivo, un idiota. Dicen que quién oye los gritos
guturales de un Invunche pierde el habla, u olvida el alfabeto. El orín del
Invunche, o sus heces, son poderosos afrodisíacos… las mujeres del brujo que
los consumen se vuelven multiorgásmicas y paren sus hijos hasta la ancianidad.
Cuando muere el Invunche los brujos que se enteran vienen a disputarle al brujo
raptor la carne del muerto: se muelen a palos y se condenan unos a otros con
terribles maleficios. La carne del Invunche, consumida como el charke del altiplano, otorga
salud perfecta por largas décadas.
Lo que siguió fue una búsqueda desesperada por selvas, lagos, lagunas y
saltos. A las dos semanas encontraron, oculta tras una enramada, una cueva de
brujo: dentro, en una jaula inmensa, retozaban doce gatas negras, gatas
nodrizas. En un viejo tacho de combustible se juntaban heces humanas, y en
otro, restos: huesos, cráneos, músculos y cantidades de sal.
Con el hallazgo se enviaron más carabineros para la búsqueda de la
nena. Finalmente encontraron a mi hermana a los 23 días de desaparecida: estaba
sumergida hasta el cuello en un pequeño lago helado, cerca de un salto de
deshielo, en una ladera del abra de Piuchén. Estaba desnuda, dentro de una
pequeña canasta-corsé trenzada con pedazos de mimbre. La llevaron al hospital;
exceptuando una ligera anemia –y el hedor a bestia- estaba bien. Pero mi
hermana, señor, ya no fue la misma: nunca más sonrió, nunca más gozó de la
risa.
Creció como una autista, la pobre; tenía especial aversión por mi madre
y por cualquier objeto religioso que uno le acercara.
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