Pasada la medianoche el tren se detuvo en Valcheta y los dos barbados
rastafaris aprovecharon para fumarse un porrito. Bajaron del tren, caminaron
cincuenta metros y encendieron un finito… no se puede decir que fumaran
plácidamente, Valcheta es apenas un páramo helado, seco y ventoso en medio del
desierto, y ese frío más el temor a perder el transporte los obligó al
ejercicio de furiosas pitadas… el fasito brillante desprendiendo sus ascuas en
la ventolina, la tos inmisericorde y las risotadas ahogadas bajo las estrellas.
Finalmente la máquina chilló su claxon anunciando la partida y los dos
muchachos corrieron… antes de ganar el estribo del convoy dieron la última
chupada y arrojaron a los pastos la pequeña tuca aún encendida.
Y el tren siguió su marcha.
Veinticuatro horas más tarde, ya en San Carlos de Bariloche –y nuevamente
muy fumados- los muchachos observaron estupefactos el titular en la pantalla de
TV:
“El infierno en Valcheta”.
Pero no lograron conectar de ningún modo en sus atontadas sinapsis las
causas de ese fuego, y menos aún sus terribles consecuencias: las muertes
trágicas, los campos calcinados, el pueblo devastado… “que loco” se dijeron muy
despacio “si ayer mismo estuvimos ahí”.
Y eso fue todo.
Un rato más tarde salieron del bar y dedicaron el tiempo –que era todo
su tiempo- a buscar un dealer que engrosara nuevamente las ya flacas
provisiones de canabiol.
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