miércoles, 5 de marzo de 2014

Inercia

El problema es que, ya desde el principio, a una le prohíben ciertas cosas.
Luego una sale a la calle y ve la realidad: lo prohibido es, y nadie dice nada de nada.
Y entonces una se pregunta: ¿y como es, lo que es, de ese modo prohibido?
¿es igual?... ¿es más claro?... ¿es difícil?... ¿hace daño?...
¿hasta donde me permito llegar?
Porque una conoce la parte permitida, la parte que, le dicen, está bien.
Y una prueba esa parte, que es la parte que prueba la mayoría; pero la curiosidad insiste e insiste, y también crece... entonces, en algún momento, una se aparta porque no aguanta más, se va de lo que le dicen que está bien, se mueve.
Y prueba lo prohibido.
Yo comencé a ensayarlo desde muy joven... torcer las obviedades del cuerpo, tantear los límites químicos de la realidad, ejercer con pasión cuasi religiosa la desorganización del orden moral.
La contundencia placentera de mis experiencias lograron que le perdiera, con poquísimo esfuerzo, el respeto a la palabra realidad.
Luego, volando los años, fueron pasando los cuerpos y las gentes, se amontonaron las experiencias como clones descompuestos, y, relativizado el todo, surgieron de mis actos repetidos unos vástagos que, de tan desbocados, comenzaron a darme miedo.
Pensé que perdía las riendas de la libertad, pero mi libertad era relativa.
Creí que perdía el sustento del piso, pero ese sustento era cenagoso... sin fondo.
Intenté sostenerme en el amor, pero ese amor, construido con fósforos, billetes y colillas, era la sobra de todo lo anterior.
Entonces me desesperé... fue real.
Hoy, la inercia excesiva me ignora y me desprecia... y hace años que ha muerto lo rotundo.
Todo me gusta, todo necesito, todo me esclaviza... ése es mi logro.
Estoy sola con mi cuerpo extraño... un cuerpo que gime e implora por un poco más.
Nunca es suficiente.

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